domingo, 30 de agosto de 2009

Irlanda Geraldine Muciño

“Las paradojas de Mr. Pond” Gilbert K. Chesterton

El efecto curioso y a veces pavoroso que en mí producía Mr. Pond, a pesar de su llana cortesía y su atildado decoro, se relacionaba posiblemente con algunos recuerdos de la niñez; y la vaga asociación verbal de su nombre. Era un funcionario del Gobierno, viejo amigo de mi padre, y se me ocurre que mi imaginación infantil, no sé cómo, vinculó el nombre de Mr. Pond[ con el estanque del jardín. A poco que se piense en ello, era curioso su parecido con el estanque del jardín. Era tranquilo en todos los momentos normales, preciso en sus formas y brillante, diríase, en sus ordinarios reflejos de la tierra y el cielo y la luz común. Y, sin embargo, yo sabía que había algunas cosas raras en el estanque del jardín. Una vez en cien, uno o dos días durante el año entero, el estanque parecía extrañamente distinto; o asomaba una sombra pasajera o un relámpago en su lisa serenidad; y un pez o una rana o alguna criatura más grotesca se mostraba ante el cielo. Y yo sabía que también había monstruos en Mr. Pond; monstruos en su mente, que apenas por un momento subían a la superficie y se hundían otra vez. Asumían la forma de frases monstruosas en el medio de todas sus frases suaves y racionales. Había quienes pensaban que había enloquecido de pronto en mitad de su conversación más cuerda. Pero aun ellos tenían que admitir que debía haberse puesto repentinamente cuerdo otra vez.
Acaso, también, esta tonta fantasía se hallaba fija en mi ánimo juvenil porque, en ciertos momentos, Mr. Pond se parecía algo a un pez. Sus modales no solamente eran muy corteses sino también asaz convencionales; sus gestos mismos eran convencionales, con la excepción del ocasional ademán de tirarse de la barba en punta, que parecía asumir sobre todo cuando por fin se veía forzado a ser serio acerca de alguna de sus afirmaciones extrañas y a la aventura. En tales momentos solía mirar como un búho hacia adelante y tironearse la barba, lo cual producía el cómico efecto de abrirle la boca, como si fuese la boca de un títere que tenía cabellos en lugar de cordeles. Este extraño abrir y cerrar ocasional de la boca, sin hablar, tenía sorprendente similitud con el lento movimiento de la boca de un pez. Pero jamás duraba más que unos segundos, durante los cuales, supongo, tragaba la desagradable propuesta de que explicara qué diantres había querido decir.
Hablaba muy tranquilamente un día con Sir Hubert Wotton, el conocido diplomático; estaban los dos sentados bajo tiendas a rayas de alegres colores o gigantescos quitasoles, en nuestro jardín, y miraban hacia el estanque que yo, perversamente, había asociado con él. Hablaban de una parte del mundo que los dos conocían bien, y que pocas personas de Europa Occidental conocen siquiera apenas: las vastas llanuras que se diluyen en lodazales y pantanos y se extienden a través de Pomerania y Polonia y Rusia y todo lo demás, sin intervalo, que yo sepa, hasta los desiertos siberianos. Y Mr. Pond recordaba que, a través de una región donde son más hondos los pantanos, cruzados por lagunas y por perezosos ríos, corre un único camino alzado sobre un alto terraplén de empinados flancos; un recto sendero asaz seguro para el transéunte ordinario, pero apenas ancho para que lo recorran juntos dos jinetes. Este es el comienzo de nuestra historia.
Se refiere a una época no muy lejana, pero una época en que todavía se utilizaba a los jinetes mucho más que ahora, si bien menos como combatientes que como correos. Baste decir que esto ocurrió en una de las muchas guerras que han arrasado aquella parte del mundo, hasta donde es posible arrasar tal desierto. Se trataba, inevitablemente, de la presión del sistema prusiano sobre la nación de los polacos, pero fuera de ello no es necesario exponer la política del caso, ni debatir aquí lo que tenía de justo y de injusto. Digamos solamente, con mayor ligereza, que Mr. Pond divirtió a sus oyentes con una adivinanza.
-Supongo que recordará usted haber oído hablar –dijo Mr. Pond—de toda la excitación que hubo en torno a Paul Petrowski, el poeta de Cracovia, que hizo dos cosas más bien peligrosas en aquellos días: mudarse de Cracovia para ir a vivir en Poznania; y tratar de combinar su condición de poeta con la condición de patriota. La ciudad en que vivía era dominada en aquel momento por los prusianos; se hallaba situada exactamente en el extremo oriental del largo camino; pues el comando prusiano, naturalmente, había tenido cuidado de apoderarse de la cabecera de aquel puente tan solitario sobre el mar de pantanos. Pero su base, para aquella operación particular, se encontraba en el extremo occidental del terraplén; el famoso mariscal von Grock era el comandante en jefe; y, según ocurría, su viejo regimiento, que era todavía su regimiento favorito, los Húsares Blancos, se hallaba apostado muy cerca del comienzo del gran camino elevado. Es claro que todo lucía a perfección, hasta el menor detalle de los maravillosos uniformes blancos, y el tahalí de color de fuego cruzado sobre ellos; porque esto ocurría exactamente antes del uso universal de colores como el lodo y la arcilla para todos los uniformes del mundo. No les culpo de nada por ello; a veces pienso que la vieja época de la heráldica era cosa más bella que toda esa época de los colores imitativos, que vino con la historia natural y con el culto de los camaleones y los escarabajos. Sea como sea, este regimiento de caballería famoso, en el servicio prusiano, usaba todavía su uniforme; y esto, como verá usted, fué otro elemento para el fiasco. Pero no se trataba solamente de los uniformes, sino de la uniformidad. Todo salió mal porque la disciplina era demasiado buena. Los soldados de Grock le obedecieron demasiado bien; de manera que, sencillamente, no pudo hacer algo que quería.
-Supongo que eso es una paradoja --dijo Wotton, con un suspiro --. Claro está que es muy aguda, y todo lo que se quiera; pero, en verdad, no es más que una tontería, ¿es cierto? Oh, ya sé que la gente dice, en términos generales, que hay excesiva disciplina en el ejército alemán. Pero nunca hay exceso de disciplina en un ejército.
-Es que yo no lo digo en términos generales -- corrigió Mr. Pond, quejoso--. Lo digo en una forma particular, acerca de este caso particular. Grock fracasó porque sus soldados le obedecieron. Es claro que si uno de sus soldados le hubiese obedecido, no habría resultado todo tan mal. Pero cuando dos de sus soldados le obedecieron..., qué, entonces el pobre no tuvo remedio.
Wotton rió con un sonido gutural.
-Me alegra escuchar su nueva teoría militar. Quiere usted permitir que un soldado de un regimiento obedezca las órdenes; pero cuando dos soldados obedecen órdenes, esto es, para usted, llevar demasiado lejos la disciplina prusiana.
-Yo no tengo teoría militar alguna. Hablo de un hecho militar -- respondió plácidamente Mr. Pond--. Es un hecho militar que Grock fracasó porque dos de sus soldados le obedecieron. Es un hecho militar que podría haber tenido buen éxito si uno de ellos le hubiese desobedecido. Ya podrá usted forjar después las teorías que quiera.
-No me entusiasman mucho las teorías --repuso Wotton casi secamente, como sí le hubiese tocado un insulto trivial.
En este momento pudo verse caminar a través del césped cuadriculado por el sol la gran figura imponente del capitán Gahagan, el tan incongruente amigo y admirador del pequeño Mr. Pond. Tenía una flor muy roja en la solapa y un sombrero de copa gris requintado en la cabeza de roja cabellera; y caminaba con un porte que parecía salido de una vieja época de elegantes y duelistas, aunque era comparativamente joven. Mientras su figura alta, ancha en los hombros, quedó solamente enmarcada contra el sol, parecía la suma de toda la arrogancia. Cuando llegó a sentarse, con el sol en la cara, hubo una repentina contradicción de todo aquello en sus ojos pardos muy suaves, que parecían tristes y hasta un poco ansiosos.
Mr. Pond interrumpió el monólogo y sufrió casi un frenesí de disculpas.
-Me temo estar hablando demasiado, como de costumbre; lo cierto es que hablaba de ese poeta, Petrowski, que estuvo a punto de ser ejecutado en Poznania... hace mucho tiempo. Las autoridades militares vacilaban y ya iban a dejarle en libertad, a menos que tuviesen órdenes directas del mariscal von Grock o de más alto; pero el mariscal von Grock estaba muy decidido por la muerte del poeta; y envió órdenes para su ejecución aquella misma tarde. Después se envió un perdón para salvarle; pero como el hombre que llevaba el perdón murió en el camino, el prisionero fué puesto en libertad, al fin de cuentas.
-Pero cómo... --repitió mecánicamente Wotton.—
-. . . El hombre que llevaba el perdón -- añadió Gahagan con cierto sarcasmo.
-Murió en el camino -- murmuró Wotton.
-Pues, claro, el prisionero quedó en libertad --observó Gahagan con voz muy alta y alegre --. Todo está claro como el agua. Cuéntanos otra de estas historias, abuelo.
-Es una historia perfectamente cierta --protestó Mr. Pond -- y ocurrió exactamente como digo. No es una paradoja, ni cosa parecida. Sólo, claro está, que hay que conocer lo ocurrido para ver cuán sencillo es todo.
-Sí --convino Gahagan--. Creo que tendré que saberlo todo antes de comprender cuán sencillo es.
-Mejor es que nos lo cuente, para terminar de una vez --dijo Wotton brevemente.

Paul Petrowski era uno de esos hombres muy poco práctico, que son de prodigiosa importancia en la política práctica. Su poder fincaba en que era un poeta nacional. Y, además, un cantante internacional. Es decir, tenía una voz muy hermosa y de gran poder, con la que cantaba sus canciones patrióticas en la mitad de las salas de concierto del mundo entero. En su patria, naturalmente, era una antorcha y un clarín de esperanzas revolucionarias, especialmente entonces, en esa suerte de crisis internacional en que desaparecen los políticos prácticos y su lugar es ocupado por hombres más o menos prácticos que ellos. Porque el verdadero idealista y el verdadero realista tienen en común, por lo menos, el amor por la acción. Y el político práctico vive formulando objeciones prácticas a toda acción. Lo que hace el idealista puede resultar irrealizable, y lo que hace el hombre de acción puede resultar inescrupuloso; pero en ninguno de los dos casos puede un hombre ganarse una reputación por no hacer nada. Es raro que estos dos tipos extremos estuviesen en los dos extremos de aquel único puente y camino entre los pantanos: el poeta polaco prisionero en la ciudad de un extremo, el soldado prusiano comandante en el campamento del otro.
Porque el mariscal von Grock era un verdadero prusiano, no sólo enteramente práctico sino enteramente prosaico. Jamás había leído un verso; pero no era un tonto. Tenía ese sentido de la realidad que pertenece a los soldados y le impedía caer en el estúpido error del político práctico. No se mofaba de las visiones; las odiaba, nada más. Sabía que un poeta o un profeta podían ser tan peligrosos como un ejército. Y estaba resuelto a que el poeta muriera. Era su único cumplimiento con la poesía; y era sincero.
Estaba sentado ante una mesa, en su tienda; el casco con espigón de acero que siempre usaba en público yacía ante él; su cabeza maciza parecía muy calva, aunque sólo estaba muy afeitada. Tenía también toda la cara afeitada y nada la cubría, salvo un par de anteojos muy fuertes, que por sí solos daban un aspecto enigmático a su rostro pesado y caído. Se volvió a un teniente de pie a su lado, un alemán de la variedad de cabellos pálidos y rostro mofletudo, cuyos grandes ojos azules miraban como ausentes.
-Teniente von Hocheimer --preguntó--, ¿ha dicho usted que Su Alteza llegaría esta noche al campamento?
-A las siete cuarenta y cinco, mariscal --respondió el teniente, que parecía poco dispuesto a hablar, como un gran animal que aprende una nueva prueba de destreza.
-Entonces --dijo von Grock -- tenemos el tiempo justo para enviar a usted con esa orden de ejecución, antes de que llegue. Debemos servir a Su Alteza en toda forma, pero especialmente para quitarle preocupaciones innecesarias. Ya tendrá bastante con pasar revista a las tropas; cuide que se ponga todo a disposición de Su Alteza. En una hora tendrá que salir para el próximo puesto avanzado.
El enorme teniente pareció volver parcialmente a la vida, e hizo un esbozo de saludo.
-Es claro, mariscal: todos debemos obedecer a Su Alteza.
-He dicho que todos debemos servir a Su Alteza -- recordó el mariscal.
Con un movimiento más preciso que de costumbre, se quitó los pesados anteojos y los puso con un golpe sobre la mesa. Si los pálidos ojos azules del teniente pudiesen haber visto algo de esta suerte, o si en ese caso hubiesen podido abrirse más, bien podrían haberse abierto mucho ante la transformación causada por el gesto. Era como quitar una máscara de hierro. Un instante antes, el mariscal von Grock se parecería extraordinariamente a un rinoceronte, con sus pesados pliegues de correosas mejillas y mandíbulas. Ahora era una nueva clase de monstruo: un rinoceronte con ojos de águila. La pálida llama de sus ojos viejos habría dicho a cualquiera que tenía por dentro algo que no era solamente pesado; por lo menos, que había en él una parte hecha de acero y no solamente de hierro. Porque todos los hombres viven por un espíritu, aunque sea un mal espíritu, o uno tan extraño para la comunidad de los hombres cristianos que les es difícil saber si es bueno o malo.
-Dije que todos debemos servir a su Alteza --repitió von Grock--. Hablaré con mayor claridad, y diré que todos debernos salvar a su Alteza. ¿No tienen bastante nuestros reyes con ser nuestros dioses? ¿No tienen bastante con ser servidos y salvados? Nosotros somos quienes debemos servir y salvar.
El mariscal von Grock raras veces hablaba, o aun pensaba, como entienden por pensar las personas más teóricas. Y se verá, generalmente, que los hombres de este tipo, cuando llegan a pensar en voz alta, prefieren siempre hablar con el perro. Hasta tienen cierto deleite patronizador al emplear largas palabras y complicados argumentos ante el perro. Sería injusto comparar el teniente von Hocheimer a un perro. Sería injusto para el perro, que es una criatura mucho más sensitiva y vigilante. Más exacto sería decir que von Grock, en uno de sus raros momentos de reflexión, tuvo la comodidad y la seguridad de sentir que reflexionaba en alta voz en presencia de una vaca o una col.
-Una y otra vez, en la historia de nuestra Casa Real, el sirviente ha salvado al amo --prosiguió von Grock -- y a menudo no ha merecido más que un puntapié por ello, al menos del mundo exterior, que siempre lloriquea de sentimentalismo contra el afortunado y el fuerte. Pero al menos hemos sido fuertes y hemos actuado con fortuna. Maldijeron a Bismarck por haber engañado hasta a su amo con el telegrama de Ems; pero con ello ese amo se hizo el amo del mundo. París fué capturada; destronada Austria; y nosotros quedamos a salvo. Esta noche Paul Petrowski habrá muerto; y otra vez estaremos a salvo. Por esto es que le envío en seguida con esta condena a muerte. ¿Comprende usted que es portador de la orden para la ejecución instantánea de Petrowski... y que tiene que quedarse allí hasta que la hayan obedecido?
El silencioso Hocheimer saludó; esto podía comprenderlo. Y al fin de cuentas tenía algunas de las cualidades del perro: era tan valiente como un dogo inglés; y podía ser fiel hasta la muerte.
-Debe usted montar y marcharse sin tardanza -- prosiguió von Grock--, y cuidar que nada le retrase o impida su misión. Sé positivamente que ese tonto de Arnheirn va a dejar en libertad a Petrowski esta noche si no recibe mensaje alguno. Dése prisa, pues.
Y el teniente volvió a saludar y salió a la noche; y después de montar uno de los soberbios corceles blancos que eran parte del esplendor de aquel regimiento espléndido, comenzó a correr por el alto, el estrecho camino sobre el terraplén, casi como la cima de una muralla, que dominaba el sombrío horizonte, los difusos contornos y los tristes colores de aquellos enormes pantanos.
Cuando los últimos ecos de los cascos de su caballo morían por la carretera, von Grock se incorporó y se puso el casco y los lentes y salió a la puerta de su tienda; pero por otra razón. Los hombres principales de su estado mayor, con uniforme de gala, se le acercaban ya; y desde las líneas más distantes llegaban los sonidos de los saludos de ritual y las voces de mando. Su Alteza el Príncipe había llegado.

Su Alteza el Príncipe era algo así como un contraste, al menos en lo externo, con los hombres que le rodeaban; y, aun en todo lo demás, casi una excepción en su mundo. También él usaba casco con espigón de acero, pero era de otro regimiento, negro con chispazos de acero azul; y había algo a medias incongruente y a medias imaginativamente adecuado, por alguna anticuada razón, en la combinación de ese casco con la larga barba negra, entre todos aquellos prusianos bien rasurados. Como para hacer juego con la barba negra, usaba una larga capa oscura, azul con una sola estrella luciente, de la más alta Orden Real; y bajo la capa azul vestía uniforme negro. Aunque tan alemán como hombre alguno, era un tipo muy diferente de alemán; y en su rostro orgulloso pero abstraído algo había en consonancia con la leyenda de que la única pasión verdadera de su vida era la música.
A la verdad, von Grock, el rezongón, se inclinó a vincular con ese remoto excentricismo el hecho, sumamente irritante y exasperante para él, de que el Príncipe no procediera inmediatamente a la revista de las tropas, formadas ya en ese laberinto de parada que indica la etiqueta militar de su nación; sino que abordara en seguida, con impaciencia, el tema que von Grock más deseaba no tocar: el tema de este polaco infernal, su popularidad y su peligro; porque el Príncipe había escuchado algunas de las canciones de este hombre en la mitad de los teatros de ópera de Europa.
-Hablar de ejecutar un hombre así es una locura --dijo el Príncipe, frunciendo el ceño bajo su casco negro--. No es un polaco vulgar. Es una institución europea. Será lamentado y convertido en un dios por nuestros aliados, por nuestros amigos, hasta por nuestros compatriotas. ¿Quiere ser usted como las locas que asesinaron a Orfeo?
-Alteza -- dijo el mariscal --. Lo lamentarán; pero ya estará muerto. Le convertirán en un dios; pero ya estará muerto. Cualquier cosa que pretenda hacer, no la hará ya. Cualquier cosa que esté haciendo, no la hará más. La muerte es el hecho entre todos los hechos; y me agradan los hechos.
-¿No sabe usted nada del mundo? --preguntó el Príncipe.
-Nada me importa el mundo --respondió von Grock -- más allá del último jalón blanco y negro de mi Patria.
-¡Dios del Cielo! --exclamó su Alteza--. ¡Usted habría ahorcado a Goethe por disputar con Weimar!
-Por la seguridad de la Casa Real -- contestó von Grock -- sin un instante de vacilación.
Hubo un breve silencio y el Príncipe dijo secamente, de pronto:
-¿Qué quiere decir?
-Quiere decir que no he vacilado un instante -- anunció von Grock firmemente --. Ya he enviado órdenes para la ejecución de Petrowski.
El Príncipe se alzó como una gran águila oscura, y el revoleo de su capa fué como un batir de alas poderosas; y todos supieron que una ira que superaba al habla le había convertido en hombre de acción. Ni siquiera habló a von Grock, sino que a través de él, con su voz más alta, llamó al segundo comandante, el general von Voglen, hombre rechoncho, de cuadrada cabeza, que hasta entonces había estado en segundo plano, inmóvil como una piedra.
-¿Quién tiene el mejor caballo en su división de caballería, general? ¿Quién es el mejor jinete?
-Arnold von Schacht tiene un caballo que vencería a los de carrera -- respondió al punto el general--. Y lo conduce tan bien como un jockey. Es de los Húsares Blancos.
-Muy bien --dijo el Príncipe, con el mismo tono nuevo en la voz --. Que salga en seguida tras el hombre que lleva este mensaje de locos, y le detenga. Yo le daré una autorización que creo no discutirá el distinguido mariscal. Que me den papel y tinta. Se sentó, abriendo la capa, y le trajeron lo pedido; y escribió firmemente y firmó con su rúbrica la orden, que cancelaba todas las demás órdenes, para el perdón y la liberación de Petrowski, el polaco.
Luego, en medio de un silencio de muerte, durante el cual el viejo von Grock permaneció con la mirada al frente como un ídolo pétreo de tiempos prehistóricos, salió de la estancia, arrastrando su manto y su sable. Estaba tan violentamente irritado que nadie se atrevió a recordarle la revista formal de las tropas. Pero Arnold von Schacht, un joven activo, de ensortijados cabellos, con aspecto de niño pero dueño de más de una medalla sobre el blanco uniforme de los húsares, juntó los talones y recibió del Príncipe el papel plegado; después saltó a su caballo y voló por el alto y estrecho camino como una flecha de plata o una estrella peregrina.
El viejo mariscal regresó lentamente, tranquilamente, a su tienda, y lentamente, tranquilamente, se quitó el casco y los lentes, y los dejó sobre la mesa, como antes. Luego llamó a un asistente que estaba fuera; y le ordenó buscar inmediatamente al sargento Schwartz, de los Húsares Blancos.
Un minuto más tarde se presentó ante el mariscal un hombre flaco, tenso, con una gran cicatriz a través de la mandíbula, más bien moreno para ser alemán, a menos que todo su color se hubiese cambiado con los años de humo y tormentas y mal tiempo. Saludó y se quedó tieso, en atención, mientras el mariscal alzaba lentamente la vista para mirarle. Y vasto como era el abismo entre el mariscal imperial, que tenía generales a sus órdenes, y aquel suboficial batido por los años, lo cierto es que de todos los hombres que han hablado en este relato, sólo estos dos se miraron y se comprendieron sin palabra.
-Sargento -- dijo escuetamente el mariscal--, yo le he visto dos veces antes. Una, creo, cuando ganó el primer premio de todo el ejército por su puntería con la carabina.
Saludó el sargento, sin decir palabra.
-Y otra vez -- continuó von Grock -- cuando se le interrogó por matar de un tiro a aquella condenada vieja que no quería darnos información acerca de la emboscada. El incidente provocó considerables comentarios por entonces, aun en algunos de nuestros círculos. Sin embargo, se ejerció influencia en su favor, sargento. Mi influencia.
El sargento saludó otra vez; y siguió en silencio. El mariscal continuó hablando en una forma descolorida pero curiosamente franca.
-Su Alteza el Príncipe está mal informado y engañado sobre un punto esencial para su propia seguridad y la de la Patria. Bajo este error, ha enviado impulsivamente un perdón para el polaco Petrowski, que debe ser ejecutado esta noche. Lo repito: debe ser ejecutado esta noche. Tiene usted que salir inmediatamente tras von Schacht, que lleva el perdón, y detenerle.
-No puedo tener esperanzas de alcanzarle, mariscal -- dijo el sargento Schwartz --. Tiene el caballo más veloz del regimiento, y es el mejor jinete entre todos.
-No le he dicho que le alcance. Dije que le detenga -- repitió Grock. Y luego habló más lentamente --. Un hombre puede ser detenido o llamado por diversas señales: gritos o tiros -- se hizo aun más lenta y pesada su voz, pero sin una pausa--. La descarga de una carabina podría servir para llamarle la atención.
Entonces el sombrío sargento saludó por tercera vez; y nuevamente quedó firmemente cerrada su boca.
-El mundo cambia --dijo Grock --, no por lo que se dice, o lo que se censura o se elogia, sino por lo que se hace. El mundo jamás se recobra de lo que se hace. En este momento, matar a un hombre es algo que hay que hacer. – Dirigió de pronto sus brillantes ojos de acero al otro y añadió--: Hablo, claro está, de Petrowski.
Y el sargento Schwartz sonrió secamente; y también él, después de alzar la lona que cubría la entrada de la tienda, salió a la oscuridad y montó su caballo y se marchó.
El último de los tres jinetes era aún menos indicado que el primero para dedicarse a ideas imaginativas, por lo que de sí valen. Pero, como era también humano, en cierta forma imperfecta, no podía menos de sentir, en una noche así y con tal misión por cumplir, la opresión de aquel panorama inhumano. Mientras cabalgaba sobre el puente abrupto, se extendía a su alrededor y hasta el infinito algo mil veces más inhumano que el mar. Porque nadie podía nadar allí, ni navegar, ni hacer nada humano; sólo podía hundirse casi sin lucha en el lodo. El sargento sintió vagamente la presencia de una suerte de limo primordial, que no era sólido ni líquido, ni capaz de forma alguna; y sintió su presencia detrás de las formas de todas las cosas.
Era ateo, como tantos miles de hombres obtusos, sagaces del norte de Alemania; pero no era de ese tipo más feliz de paganos que pueden ver en el progreso humano un florecimiento natural de la tierra. El mundo que tenía ante sí no era un campo en que las cosas verdes o vivientes surgían y se desarrollaban y daban fruto; era solamente como un abismo en que todas las cosas vivientes se hundirían para siempre como en un pozo sin fondo; y este pensamiento le endurecía para todos los deberes extraños que tenía que cumplir en un mundo tan odioso. Las manchas gris-verdes de la vegetación achatada, vistas desde arriba como un mapa tendido, parecían más el gráfico de una enfermedad que un progreso; y las lagunas rodeadas de tierra podían haber sido de veneno más que de agua. Recordaba alguna tontería humanitaria acerca del envenenamiento de lagunas.
Pero las reflexiones del sargento, como casi todas las reflexiones de los hombres que no son normalmente reflexivos, tenían una raíz en alguna tensión subconsciente sobre sus nervios y su inteligencia práctica. La verdad era que el recto camino que se tendía ante él no era únicamente desolado, sino que parecía interminablemente largo. Jamás había creído poder avanzar tanto sin tener algún distante atisbo del hombre a quien seguía. Von Schacht debía tener de seguro el más veloz de los corceles para haber llegado ya tan lejos; porque, al fin de cuentas, sólo había salido, cualquiera fuese su velocidad, un rato comparativamente pequeño antes que él. Según ya había dicho, no esperaba alcanzarle; pero un sentido muy realista de las distancias le había dicho que a poco andar tendría que verle. Y por fin, cuando ya la desesperanza comenzaba a descender y extenderse vagamente sobre el desolado panorama, le distinguió a lo lejos.
Una mancha blanca que, levemente, lentamente, se agrandaba hasta ser algo así como una figura blanca, apareció muy a lo lejos, a todo correr. Se agrandó tanto porque Schwartz hizo que su caballo diera todo lo que en sí tenía; y llegó a un tamaño suficiente para mostrar la difusa raya anaranjada a través del blanco uniforme que señalaba al regimiento de los Húsares. El ganador del premio de tiro al blanco, entre todo el ejército, había dado en el centro de blancos más pequeños que aquél.
Aprontó su carabina; y un sacudón de ruido inusitado conmovió a todas las aves silvestres en los silenciosos pantanos. Pero el sargento Schwartz no se ocupó de ellas. Lo que le interesaba era que, aun a tal distancia, pudo ver la blanca figura erguida torcerse y alterar su aspecto, como si el hombre se hubiese deformado de pronto. Colgaba de la silla como un jorobado; y Schwartz, con su vista exacta y su larga experiencia, quedó seguro de que su víctima había sido herida en el cuerpo; y casi seguro de que la bala le había entrado en el corazón. Entonces derribó al caballo con un segundo balazo; y todo el grupo ecuestre cayó y resbaló y se deslizó y desvaneció en un blanco relámpago dentro del oscuro marjal.
El obtuso sargento estaba seguro de haber cumplido su obra. Los hombres obtusos de su laya son generalmente muy precisos acerca de lo que hacen; por eso es que tan a menudo se equivocan mucho acerca de lo que hacen. Había ultrajado la camaradería que es el alma de los ejércitos; había matado a un gallardo oficial que iba a cumplir su deber; había engañado y desafiado a su soberano y cometido un asesinato vulgar sin la excusa de la disputa personal; pero había obedecido a su superior y ayudado a matar a un polaco. Estos dos últimos hechos le llenaron el ánimo por el momento; y emprendió pensativo el regreso para hacer su relación al mariscal von Grock. No tenía duda de la perfección de la obra cumplida. El hombre que llevaba el perdón estaba de seguro muerto; y aunque por algún milagro sólo estuviese agonizante, no podría presumiese que llegara a la ciudad, con el caballo muerto o moribundo, a tiempo para impedir la ejecución. No; en medio de todo era más práctico y prudente volver bajo el ala de su protector, el autor del desesperado proyecto. Con todas sus fuerzas se apoyaba en las fuerzas del gran mariscal.
Y en verdad, el gran mariscal tenía en sí esta grandeza: que después de la monstruosidad que había hecho, o hecho hacer, desdeñó mostrar temor de afrontar los hechos o las comprometedoras posibilidades de mantener contacto con su instrumento. Por cierto que él y el sargento, una hora o cosa así más tarde, cabalgaban juntos por el camino, hasta llegar a un sitio particular donde desmontó el general, pero ordenó al otro que siguiera la marcha. Deseaba que el sargento continuara hacia la meta original de los jinetes, y viera si todo estaba tranquilo en la ciudad después de la ejecución, o si persistía algún peligro de resentimiento popular.
-¿Es aquí, entonces, mariscal? --Preguntó el sargento en voz baja --. Me parecía que era más adelante; pero lo cierto es que este camino infernal parecía estirarse como una pesadilla.
-Es aquí --respondió Grock, y bajó pesadamente de la silla y del estribo, y luego fué hasta el borde del largo parapeto y miró hacia abajo.
Se había levantado la luna sobre los pantanos, para ir aumentando en esplendor y en brillo sobre las aguas oscuras y el limo verdoso; y en el más cercano matorral de cañas, al pie de la cuesta, yacía como en una suerte de ruina luminosa y radiante todo lo que quedaba de uno de aquellos soberbios caballos blancos y blancos jinetes de su vieja brigada. No era dudosa la identidad; la luna formaba como una aureola sobre el ensortijado cabello rubio del joven Arnold, el segundo jinete y el portador del perdón; y la misma luz mística de la luna chispeaba no solamente en el tahalí y los botones, sino en las medallas especiales del joven soldado y en los galones y los signos de su grado. Bajo tan resplandeciente velo de luz, casi podría haber vestido la blanca armadura de Sir Galahad; y difícilmente podría haber existido un contraste más horrible que éste, entre la gracia y la juventud allí caídas y la rocosa y grotesca figura que miraba desde arriba. Grock se había quitado otra vez el casco; y aunque es posible que esto se debiera a una vaga sombra de cierta fúnebre forma de respeto, su efecto visible era que la extraña cabeza desnuda y el cuello como de paquidermo resplandecían pétreamente en la luna, cual la cabeza y el cuello de algún monstruo de la Edad de Piedra. Rops, o algún otro grabador de las negras y fantásticas escuelas alemanas, podría haber dibujado un cuadro así: de una enorme bestia tan inhumana como un escarabajo mirando las alas rotas y la armadura blanca y dorada de algún derrotado campeón de los querubines.
Grock no pronunció plegarias ni expresó piedad; pero, en cierto modo oscuro, su mente se conmovió, tal como aún el marjal sombrío y poderoso se mueve a veces cual cosa viva; y, según hacen los hombres así, cuando por primera vez se sienten levemente en la defensiva antes de saber por qué, trató de formular su propia fe y confrontarla con el crudo universo y la luna radiante.
-Antes y después del hecho, la Voluntad Alemana es la misma. No pueden romperla los cambios y el tiempo, como la de quienes se arrepienten. Está al aire libre como una cosa de piedra, que mira hacia adelante y hacia atrás con el mismo rostro.
El silencio que siguió duró bastante para complacer su fría vanidad con cierto sentido de lo portentoso; como si una figura de piedra hubiese hablado en un valle de silencio. Pero el silencio comenzó a palpitar otra vez con un susurro distante que era el leve golpeteo de cascos de caballo; y un momento más tarde llegó el sargento al galope, o más bien a la carrera, de regreso por la elevada carretera, y su rostro moreno y marcado de cicatrices ya no estaba tan sólo triste, sino que parecía fantasmal a la luz de la luna.
-Mariscal -- dijo, después de un saludo de extraña tiesura--, ¡he visto a Petrowski, el polaco!
-¿No le han enterrado todavía? --Preguntó el mariscal, que seguía mirando hacia abajo, presa de cierta abstracción.
-Si lo enterraron -- respondió Schwartz --, ha puesto a un lado la lápida y se ha levantado de entre los muertos.
Miraba hacia adelante, a la luna y los pantanos; pero por cierto, aunque lejos estaba de ser un carácter visionario, no eran estas las cosas que veía, sino más bien las que acababa de ver. En verdad, había visto a Petrowski, vivo y alerta, caminar por la avenida principal de la ciudad polaca hasta el nacimiento mismo de la carretera; no era posible confundir la delgada figura con sus penachos de cabello y la barba afrancesada que figuraba en tantos álbumes privados y tantas revistas ilustradas. Y detrás de él había visto a aquella ciudad polaca encendida de banderas y de antorchas y a una población hirviente de triunfal culto al héroe, aunque acaso menos hostil al gobierno de lo que podría estarlo, por cuanto se regocijaba por la liberación de su héroe popular.
-¿Quiere decir --exclamó Grock con un repentino graznido de estridencia en la voz -- que se han atrevido a dejarle en libertad desafiando mi mensaje?
Schwartz volvió a saludar y dijo:
-Ya le habían dejado en libertad y no han recibido mensaje alguno.
-¿Quiere usted, después de todo esto --preguntó Grock-- que yo crea que no llegó ningún mensajero desde nuestro campamento?
-Ningún mensajero --insistió el sargento.
Hubo un silencio mucho más largo, y por fin dijo Grock, ásperamente:
-¿Qué ha ocurrido, en nombre del infierno? ¿No puede decirme nada que lo explique todo?
-He visto algo --informó el sargento -- que creo lo explica todo.
Cuando Mr. Pond hubo narrado el relato hasta este punto, hizo una pausa, con una irritante expresión de vacío.
-Bien --dijo Gahagan impaciente--, y usted ¿sabe algo que lo explique todo?
-Pues, creo que sí --dijo Mr. Pond tímidamente--. Es que yo también tuve que desentrañar el misterio, cuando llegó el informe a mi departamento. Todo surgió, en realidad, de un exceso de obediencia prusiana. Surgió también de un exceso de otra debilidad prusiana: el desdén. Y de todas las pasiones que ciegan y enloquecen y engañan a los hombres, la peor es la más fría: el desdén.
-Grock -- prosiguió Mr. Pond -- había hablado demasiado a sus anchas ante la vaca; con demasiada confianza ante la col. Desdeñaba a los hombres estúpidos hasta en su plana mayor; y trató a von Hocheimer, el primer mensajero, como a un simple mueble, sólo porque parecía tonto; pero el teniente no era tonto como parecía. También él comprendió lo que significaba el gran mariscal, tanto como el cínico sargento que había cometido tan sucias acciones toda su vida. Hocheimer también comprendió la peculiar filosofía moral del mariscal: que es imposible responder a un acto aun cuando sea imposible defenderlo. Sabía que su comandante quería sencillamente el cadáver de Petrowski; que lo quería de todas maneras, a costa de cualquier engaño a un príncipe o de la destrucción de soldados. Y cuando oyó a un veloz jinete que venía tras él, que corría para alcanzarle, sabía tan bien como el mismo Grock que el nuevo mensajero debía traer consigo el mensaje de merced del Príncipe. Von Schacht, aquel oficial tan joven pero tan valiente, que parecía la encarnación misma de toda esa tradición más generosa de Alemania, que se ha descuidado en demasía en este relato, era digno del accidente que le hizo heraldo de una política más generosa. Llegó con la rapidez de la noble caballería que ha dejado tras sí en Europa el nombre mismo de caballerosidad, ordenando al otro, en un tono como la trompeta de un heraldo, que se detuviera y se volviera. Y von Hocheimer obedeció. Se detuvo, sujetó el caballo, se volvió en la silla; pero su mano tenía la carabina apuntada como una pistola, e hirió al mozo entre los ojos.
-Luego -- prosiguió Mr. Pond -- se volvió otra vez y continuó el camino, con la sentencia de muerte del polaco. Tras él, caballo y jinete cayeron sobre el borde del terraplén, de modo que todo el camino quedó despejado. Y por ese camino despejado y abierto marchaba a su vez el tercer mensajero, extrañado por la interminable longitud de su viaje; hasta que vió por fin el inequívoco uniforme de un húsar que como una estrella blanca desaparecía a la distancia, y también hizo fuego. Sólo que no mató al segundo mensajero, sino al primero.
-Por eso --terminó Mr. Pond -- es que no llegó mensajero alguno a la ciudad polaca aquella noche. Por eso es que el prisionero salió con vida de su prisión. ¿Creen ustedes que me equivocaba yo al decir que von Grock tuvo dos sirvientes fieles, pero uno estaba de más?









“Las paradojas de Mr. Pond” Gilbert K. Chesterton

A: El primer jinete lleva el mensaje
B: El poeta muere
C: El segundo jinete detiene al primer jinete
D: El tercer jinete asesina al segundo jinete
E: El tercer jinete asesina al primer jinete


A -› B; C -› ¬B; D-› B; B -› (C V E) ¬B ^ E
1 0 0
1 1 0 0 1 1 1 0 0 0

1 1 1 1 0

Contradicción


Válido el argumento queda demostrado


Demostración:

1.- A B
2.- C ¬ B
3.- D B
4.- B (C V E)
5.- ¬ (B ^ E)
6.- ¬B ^ ¬E ( 5 ley de Morgan; negación de la conjunción)
7.- ¬B ( 5 ley de la adjunción)
8.- B (2,7 modo Tollendum Tollen)

Contradicción 7 y 8. Válido el argumento queda demostrado

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